Como cada año, el verano se nos acaba viniendo encima. Avisando o sin avisar, cuando nos queremos dar cuenta nos vemos envueltos en el fragor del estío, en todo lo que tiene de bueno y en todo lo que tiene de malo: el aroma de las noches que insinúan promesas de otras vidas (im)posibles, el rumor del mar más cercano o el color y el tacto de nuestras pieles invitadoras al roce. Pero también, el eco ruidoso de la masificación, las carencias en servicios e infraestructuras de nuestra ciudad y de nuestras playas o, en fin, la mala educación ciudadana de buena parte de veraneantes, visitantes y habituales.

De cualquier modo, resistimos y año tras año, afortunadamente, podemos disfrutar con deleite de los primeros días del verano, cuando éste apenas se anuncia. Esos días que contribuyen a conformar un estado de ánimo que nos guiará por las calurosas jornadas de julio, nos llevará de la mano por las fragantes noches de agosto y nos dejará inmersos en la puerta de su final, en septiembre, un mes de nostalgia y de ligeras tristezas.
Es verdad que ya no se puede hablar de veraneo en un sentido clásico para buena parte de la población: esas vacaciones de larga duración en el período y en los lugares habituales. La crisis y sus secuelas –que parece que hayan llegado para quedarse–, también ha podido con esta práctica merecida que se permitían una buena parte de los trabajadores y de los ciudadanos en este país. En este sentido, como en tantos otros, se ha ido agrandando la brecha de la desigualdad. Los hay que tienen veraneo y otros muchos no.
De cualquier modo, nuestras playas acogen durante estos meses a familias y veraneantes que ocupan campings, apartamentos y urbanizaciones. La población se multiplica y los servicios y las infraestructuras se resienten. La limpieza de las playas deja que desear, también la de calles y paseos. Todos los años es igual, a pesar de lo previsible de la situación.
Las miradas se dirigen, entonces, a los servicios municipales de limpieza y a la empresa pública que los gestiona, alimentando un debate interesado sobre la externalización de estos servicios en el que no suelen intervenir ni participar los ciudadanos, los contribuyentes. Tampoco es nuevo. Echen un vistazo a sus recibos de agua en los últimos años y comprueben las bondades de la privatización de ese servicio.
Sin embargo, más allá de la necesaria mejora de la eficacia de los servicios municipales de limpieza –la privatización de los servicios públicos no es por definición una mejora, ante todo es un negocio– convendría, también, poner el foco en la (mala) educación ciudadana. Adoptar unas mínimas normas de convivencia en los espacios públicos, pero también en los privados, sigue siendo una asignatura pendiente para unos y otros. Un asunto, éste, que no merece la atención de nuestros gobernantes.
Todavía, en general, se entiende que nuestros derechos son exclusivos, personales, no colectivos; incluso, excluyentes. Que nuestros intereses inmediatos están por encima de cualesquiera otros. Entonces, justificamos nuestros comportamientos invasivos o irrespetuosos con los demás o con lo público como si solo existiéramos nosotros y, por lo tanto, todo nos estuviera permitido. De ese modo, al final de la jornada, no es infrecuente que, entre otras cosas, calles y playas queden devastadas y presenten un panorama desolador.
Urge reclamar más educación ciudadana, más educación, al fin y al cabo, que brilla por su ausencia.
En estos tiempos difíciles que nos toca vivir, se nos intenta convencer de que la educación es cara. Pero, día a día, comprobamos que mucho más cara es la ignorancia, la falta de educación en todos sus sentidos.
Pongámosle remedio.
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Muy acertado el post, Jose. La situación de la limpieza en esta ciudad produce vergüenza ajena. Suscribo las palabras del presidente del Comité de Empresa de LIMDECO: «No usar la empresa como arma arrojadiza para hacer daño al oponente, la solución a la situación se llama Gestión eficaz».
Gracias por el comentario, Antonio. Saludos ;-))