[Casi un relato]
A esas horas las calles que ascienden al Albaicín son como un lamento oscuro.
De vuelta a casa, siempre ya entrada la madrugada, Lamia mira distraída por la ventanilla del taxi. Todas sus noches se parecen, son la misma noche: la idéntica rutina, casi las mismas caras –o al menos eso le parece a ella- , los trucos y engaños, las precauciones, su habilidad para salir disparada y coger un taxi y volver a su habitación para despojarse de la pegajosa sensación de inmundicia; de una miseria cotidiana que, aunque distinta, tiene mucho que ver con la pobreza de la que pretendía escapar cuando llegó hace años a la costa de Almuñécar.
Ansía llegar a su oscuro cubículo, desnudarse, dejarse mecer por el amanecer y llevarse por ese sueño denso y recurrente que le ocupa.
Siempre el mismo sueño.
En el sueño es esa mujer hermosa, de una belleza discreta, que vive el mismo día, día tras día confinada en ese carmen en el arrabal del Albayzín, que no deja de contemplar cómo la Alhambra se ilumina cada mañana con la primera luz y después, con el transitar de las horas, se viste de oro viejo en el atardecer sangriento de Granada. Allí está cautivo su esposo, Abü Abd Allä Muhammed b. ‘Ali, heredero del trono de Alhamar.
El sultán, Abu-l-Hassan, ha perdido la serenidad dejándose arrebatar por la impaciencia. La tenacidad cristina en el asedio, las rencillas internas y su gusto por los placeres cercanos –el vino, las concubinas, su joven amante cristiana, las qasidas de los poetas de La Alhambra– han desbaratado, quizás para siempre, la grandeza de su reino.
El rey quiere que olvide el abrazo todavía leve de su esposo, reciente, casi un roce en su joven cuerpo; fugaz en su recuerdo. Que reniegue de la dignidad y la fe de Alí Aliatar, su padre, señor de Xagra, alcaide de Loja, alguacil mayor del reino de Granada. Que renuncie al amor y a la fe. Al deseo del cuerpo de su amado, a su linaje y a la religión como su razón de ser.
Pero su determinación es firme y hace de este lugar su Mirador de la esperanza, el carmen de sus sueños. De ese modo recorre las calles de Granada, las que conducen a las murallas, los barrios, los Adarves, la red de pasadizos, de callejuelas cubiertas; ese laberinto que ofrece aislamiento y silencio placentero; no como el que padece ahora, impuesto. Pasea por sus jardines: el de la Tumba, el del Estanque del Valle, la Vega del Barranco, la Ribera de Hixam, el Jardín del Arin, el de Cadah ben Sahnuc; por sus arboledas y sus huertas. Y contempla desde el Cerro del Sol la ciudad de La Alhambra, residencia de sultanes, administradores y cancilleres en la que ella apenas será reina.
Tiene la certeza de que Aixa, la madre de Boabdil y todavía esposa del sultán, no consentirá la cautividad de su hijo y acordará con los abencerrajes su liberación y su proclamación como emir más pronto que tarde.
Ahí comenzará su recorrido, su desventura como última reina nazarí del reino de Granada, el dolor por la separación de sus hijos, su exilio como primera y única reina de Las Alpujarras; la traición de los cristianos. Y los adioses: al destierro desde Yahr –al- Wada y el definitivo sin los suyos, a la muerte, desde el Valle de Lecrín, vestida con un humilde hhaik.
Cuando Lamia despierta, ya con el sol avanzando hacia su cénit, sabe que está soñando el infortunio de su pueblo, su destino desdichado, su desgracia y la de su familia, ya tan lejos. Pero que, al fin, vuelve al que fuera el reino de los suyos gracias a ese otoñal profesor de suaves maneras que, invariablemente los jueves en una de las habitaciones traseras del club, se mueve con sabiduría antigua entre sus muslos, repasa sus caderas y delinea caricias ancestrales recorriendo sus hermosos pechos mientras, entre susurros, le cuenta la historia de la tierna Morayma, la sufrida esposa del rey Chico.