Procuro empezar el día lentamente, para hacerme a la idea. Con el tiempo he ido disponiendo rutinas, desplegando manías: café, cigarrillos, silencio; contemplar las primeras luces del día cuando despunta el sol en el Oeste mirando los colores que dibuja en el mar; dejarme ir entre imágenes y pensamientos espontáneos. No pensar en nada, en nadie. Me doy tiempo para acostumbrarme, lentamente, al devenir del día. Es mi primer refugio. Luego, viene todo lo demás que, cada vez con más frecuencia, es como un gran paréntesis, un tiempo vano entre corchetes.
En cuanto puedo, cierro el paréntesis y busco de nuevo un cobijo: en tardes propicias procuro asistir al espectáculo de luz y color del atardecer que fulmina la vega del Guadalfeo y se extiende hacia el mar dando tonalidad al crepúsculo.
Más difícil resulta acostumbrarse a la deriva de la vida.