Somos fugitivos que vivimos en el hoy diciendo que ahora no. Pero, a veces, en la huida encontramos la bandera oportuna en el sitio oportuno y podemos entonces creer o amar una mentira: merece la pena porque otro tiempo tiene otras vidas que vivir.
W.H. Auden
OTRO TIEMPO
NOSOTROS, como otros fugitivos, las flores incontables, que no saben contar, y las bestias, que no necesitan memoria, vivimos en el hoy.
Hay tantos que nos dicen que Ahora No, tantos que han olvidado la manera de decir Soy, y que procurarían perderse, si pudieran, en la historia.
Saludando, pongamos, con tal estilo antiguo la bandera oportuna en el sitio oportuno; subiendo a duras penas con murmurar de viejo la escalera del Mío o Nuestro y Suyo.
Como si el tiempo fuese lo que ellos desearon cuando aún se les daba en posesión. Como si equivocados estuvieran al haber desistido de ser parte.
No es raro, así, que tantos se mueran de tristeza, que estén tan solitarios cuando mueren; ni uno sólo ha creído o amado una mentira. Pero otro tiempo tiene otras vidas que vivir.
La fragilidad no se lleva, no está bien vista fuera de la consulta de los psicoterapeutas. No gusta sentirse vulnerable, indefenso, fácil de herir y aún menos que los demás así nos sepan. No son tiempos para mostrarse frágil, para la debilidad, la languidez, la nostalgia, la melancolía, el desestimiento o la tristeza.
Cuando la realidad se conjura para acorralarnos nos impone negociar la distancia con nosotros mismos. Y no es fácil. Las exigencias para que seamos solventes en todos los sentidos son múltiples: se nos exige rotundidad y entereza para afrontar las circunstancias adversas, fortaleza para seguir adelante aceptando que las renuncias son necesarias, que lo dejado en el tránsito quizás fuera inmerecido. Se nos pide re-inventarnos, emprender, ser productivos, eficientes, entusiastas, merecedores de amar y ser amados; descubrir otros contextos, ser infalibles ante nuestro propio destino laboral y personal.
A veces, incluso, se nos impone el temor y la desconfianza, la urgencia y la prioridad de sobrevivir aunque sea a costa de todo y de todos. Este es un tiempo de miedos y la promiscuidad del miedo es nuestro sentimiento más atávico.
Se desvela entonces toda nuestra vulnerabilidad y se nos proponen recetas y rutinas para enmascararla y también, a veces, para reconocerla y manejarla como un sentimiento positivo.
Porque la fragilidad invita a la ternura, a dejarse llevar por los sentimientos, a perseguir sueños imposibles, a dar entidad a las emociones, a orillar la arrogancia. A los hombres nos aproxima a un universo femenino que nos resulta extraño y envidiable a la vez. Y a ellas quizás les haga más ellas, más mujeres. No sé.
Sentirse vulnerable, quizás, también aleje de la ambición del poder, de esa frialdad para ejercer el mando que todavía se reclama. De querer sentirnos poderosos en todos los ámbitos, incluso en el amor.
A veces actitud, también territorio de la duda; escenario de incertidumbres cuando el amor nos arrasa y atraviesa como una torrentera de sentimientos y de carne, como un abismo de lluvias y temores que emerge nuestra identidad primera desvestida de gestos y caretas para desvelar la imposible simetría del amor. Al fin y al cabo, en el discreto teatro de la intimidad no hay más que la verdad desnuda y la fiesta interminable del cuerpo a cuerpo.
Elliot Erwitt
Convendría ser honestos, conscientes de nuestra debilidad y de nuestras limitaciones para dejarnos mecer por los impulsos de las emociones y renunciar a batallas estériles. Reconocer nuestra fragilidad debería hacernos fuertes para sabernos únicos pero, a la vez, parte de los otros; minúsculos sí, pero piezas de un sueño invisible.
Porque sentirse frágil es, en ocasiones, como disfrutar del sol en las mañanas de invierno.