El tiempo en África pertenece a otra dimensión. Allí la gente espera casi siempre nada más que lo inmediato: el transporte que les traslade unos kilómetros, que pasen las horas de calor extremo, que las mujeres traigan el agua y preparen la comida, que llegue un turista que haga la primera compra del día… El nativo no intenta pasar el tiempo, sino que se sienta y vive. Este es el estado en que pasan gran parte de su vida: en estado de inerte espera. En realidad esperan para sobrevivir por que la vida allí es un ejercicio de supervivencia; su sentido del tiempo es otro muy distinto al que podemos tener nosotros, los toubabs.
En Senegal (13 millones de habitantes) como en África, un hombre blanco es un ser caído de otro planeta, un capricho de la naturaleza que merece curiosidad y atención infinita, sobre todo la de los niños. En su capital, Dakar (1.075.000 habitantes) el toubab es un objetivo, el candidato perfecto para obtener unos cefas que les permita seguir ejerciendo el oficio de subsistir.
Dakar tiene el aspecto desordenado, precario y nada atractivo que, al parecer, tienen la mayor parte de otras capitales africanas. Da la impresión de una ciudad desastrada, ni siquiera caótica, frenética en el deambular de sus gentes. Pasear por Dakar como turista asegura la escolta de un grupo más o menos numeroso de nativos que ofrecerán todo tipo de objetos variopintos y de propuestas diversas, fáciles de rechazar una y otra vez sin que el interlocutor se dé por enterado. Persistentes, tenaces, inasequibles al desaliento. Esto sucede en el aeropuerto y en las avenidas céntricas, pero también en los mercados que anudan con dificultad un universo desordenado de vendedores de todo tipo de productos, mercancías y objetos imposibles muchas veces, que van desde los tesoros hasta la quincalla. Se vende de todo, y se puede asistir a ejercicios de emprendimiento primario asombrosos, aunque de dudosa viabilidad.
Como sucede en otros lugares, en los mercados es donde puede percibirse más nítidamente la realidad y obtenerse una impresión certera de una comunidad. Al fin y al cabo son los sentidos, sobre todo la vista y el olfato los que la registran dejando de lado cualquier principio de incertidumbre sobre la modificación de los fenómenos al ser observados



El mercado de Dakar tiene un olor intenso, profundo, denso, en general desagradable. Es el resultado de una combinación aleatoria del hedor penetrante de la sangre de los animales sacrificados para vender su carne, del pescado fresco y en salazón y del refinado aroma de apreciadas especias como el hibisco. Olores que impregnan todo el ambiente y que se alían con los colores de las frutas y las verduras, con los matices de los tintes carmesí, ciruela pura, rosa de bengala azafranado y con la tonalidad de las maderas.
Senegal se jacta de ser el más desarrollado y democrático de los países del África occidental. Sin embargo, la pobreza persiste y los indicadores sociales son los de un país en vías de desarrollo: el 65% de los niños y niñas están escolarizados. Tiene una tasa de alfabetización del 40%, con 2,4 millones de adultos analfabetos, la mayor parte mujeres. Es un país rural que malvive de la agricultura y de la pesca y en el que el turismo es una fuente importante de ingresos. Según se comenta, la corrupción -ese mal endémico y global-es en todos los niveles de la sociedad un estado de ánimo.
Sin embargo, parece que la esperanza regresa a Senegal con la salida de Wade y la abrumadora mayoría obtenida por el nuevo presidente Macky Sall en las elecciones de abril.
En el país de los Diola
Dejar Dakar y viajar al sur hacia la región de Casamance es adentrarse en otra realidad en la que adquieren todo su sentido la geografía y el paisaje de África, la autenticidad de sus gentes.
En Casamance el paisaje es infinito y, fuera de los bolongs, sin apenas perfiles. El tiempo es blando y los atardeceres pálidos. Las noches tibias, hermosas y el cielo estrellado. El sol aparece con el aspecto de la yema de un huevo duro para, después de tres o cuatro horas, ponerse al rojo y pegar con toda su fuerza sobre la cabeza del caminante. Alba y crepúsculo son las horas más agradables en África; es entonces cuando el sol deja vivir.
Los brazos y afluentes del río Casamance conforman un paisaje entretejido de manglares que sirven de contraste a las secuoyas, las ceibas y la imponente presencia gris de los singulares baobabs de la llanura.
Oussouye, una de las localidades de la región diola donde las tradiciones están mejor conservadas, es un buen punto de partida para recorrer parte de la región. En su bosque sagrado se puede encontrar al último rey animista de la zona. Las carreteras que la enlazan desde Ziguinchor, la principal ciudad de Casamance, trazan grandes extensiones rectas que articulan un enjambre de vida en torno a ellas. La carretera es un hervidero de gente y de animales por las que transitan solos o en grupo niños, ancianos, rebaños sueltos… todos con incierto destino: el africano es un hombre en constante peregrinaje. Carreteras por las que circulan transportes imposibles, la mayor parte de ellos clandestinos, que no dejan de asombrar a la mirada del toubab.
Desde allí, navegando en piragua por los bolongs se puede conocer Eloubaline, la isla de los niños, un pequeño poblado animista donde 600 personas viven en 40 cabañas, y aprender de sus difíciles condiciones de vida, de cómo gestionan el agua -que es su mayor problema- o conocer su relación con los fetiches. En M’Lop -de donde procede @senghortish, probablemente el segundo mejor guía de Senegal-, se puede visitar el museo de la tradición Diola. Elinkine es el punto de salida en barca hacia las islas de Karabanne y Kachouan, enclaves paradisíacos donde se puede pasear, salir de pesca o disfrutar de la tranquilidad lejos de todo y en noches vagabundas y oscuras jugar con los magia fosforescente del placton en la playa. También es posible acercarse a Diourwatou, la isla de cuéntamelo todo, y pasar la jornada disfrutando de los frutos del río, o conocer Cap Skirring, quizás las mejores playas de Senegal.
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En cualquiera de estos lugares se podrá experimentar una extraña atmósfera, sutil y sobria a la vez, además de sentir unas curiosas vibraciones. Es allí donde uno puede comenzar a enamorarse de África, de su magia y de sus gentes.
Sin embargo, el verdadero tesoro de Casamance es su gente. La relación con sus hombres, con sus mujeres y con sus niños desvela el sentido de la hospitalidad que caracteriza a los senegaleses: una cercanía y una generosidad sincera que parece haber olvidado los siglos y siglos de desprecio y humillación, el complejo de inferioridad y el sentimiento de daño moral jamás reparado que, seguro, anida en lo profundo de sus corazones.
Pero hablar de la gente de Casamance, la que practica a diario ese ejercicio de supervivencia merece singularizar el relato en otro espacio, al menos en otra próxima entrada.
Porque, como avanzaba, lo vivido ha desbordado cualquier preparativo y todas las expectativas que pudiéramos tener.
Este post es deudor de algunas expresiones y descripciones de Kapuscinski y Dinesen, autores de dos de los libros de ruta de este viaje a Casamance, en Senegal. Las imágenes de la entrada son de Isabel Cáceres (@isbelcc)