Aichatu Buyema Daiham llegó a nuestra casa el 28 de junio para pasar el verano con nosotros. En Paz.
Llegó cansada después de un largo viaje desde el campamento de El Aaiun, en los campos de refugiados de Tinduf, donde desde hace más de 35 años sobreviven en el desierto argelino cerca de 150.000 hombres, mujeres y niños.
Aichatu llegó a Granada con otros 120 niños y niñas saharauis de entre 8 y 12 años para ser acogidos por otras tantas familias dentro del programa Vacaciones en Paz que desde hace años vienen organizando las Asociaciones de Amistad con el Pueblo Saharaui.
Aichatu llego cansada, despistada y triste. Quería volver al Sáhara. Añoraba a su gente. Lloraba bajito.

Hoy ha vuelto a casa, feliz, radiante, sin mirar atrás, entusiasmada por volver a El Aaiun con su familia y con sus amigas y amigos saharauis, donde entregará sus regalos mientras festejan su vuelta reunidos en su jaima, preparando y bebiendo el té, entonando canciones con bailes y palmas, riendo felices.
Para nosotros es el fin del verano.
Aichatu estaba feliz por volver al territorio inhóspito donde vive en unas condiciones hostiles porque allí está su casa, su pueblo, un país provisional construido con la dignidad de hombres y mujeres libres que no dejan de luchar cada día, sobreviviendo para volver a su tierra ocupada. Un pueblo que no ha renunciado nunca a soñar con el mar azul de Dajla y de Bojador en las noches de oscuridad violenta de la hammada argelina, el peor de los infiernos.
Durante estos dos últimos meses, hemos sido felices compartiendo con Aichatu nuestras vidas, disfrutando de sus ganas de vivir, de su alegría, de su curiosidad, de su capacidad de aprender con naturalidad, de su facilidad para adaptarse a nuestras costumbres y a nuestras maneras.
Hemos procurado que Aicha fuera feliz entre nosotros y que se llevara, sobre todo, un sentimiento cierto de que aquí siempre tendrá una casa, una familia, amigos y amigas, un país, si quiere.
Acoger en casa a Aichatu durante estos meses no ha resultado difícil, no ha sido costoso. El apoyo de los amigos y de las amigas, el cariño y la cercanía de otros niños y niñas, la actitud abierta y comprensiva de la gente de nuestro entorno ha facilitado las cosas. La solidaridad a veces se extiende con generosidad en los pequeños gestos, calladamente, sin altisonancias. Cada vez más, las posibilidades de intervención para procurar modificar lo indeseable, lo injusto socialmente, están en lo que puede parecer insignificante, en lo más cercano.
Eso sí, hemos recuperado forzosamente algunos territorios de la infancia: espacios de juegos infantiles, horas de merienda, bicicletas, rituales de paseos, helados y chucherías… Pero sobre todo, hemos disfrutado del sabor de la ternura.
Aichatu quizás vuelva el año que viene. Quizás no. Quizás sobreviva un año más junto a su pueblo, esperando una solución política a una situación injusta que se prolonga penosamente. Quizás no.
Quizás vuelva con ese sentimiento amargo de que la solidaridad, en su caso, más que la ternura de los pueblos es un compromiso material que tenemos por nuestra indecente responsabilidad con el destino de su pueblo.
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