Yo no soy racista, pero…

La generosidad y la solidaridad es lo que más grandes hace a los pueblos porque contribuyen a conformar la verdadera identidad de un país que permanecerá a lo largo del tiempo. Mucho más que las campañas de imagen como la fallida acerca de la «Marca España» debido a su impostura.

En los últimos dos años se ha disparado el número de refugiados y desplazados en el mundo y han empezado a llegar a Europa, donde se esperan 900 mil en 2015. Se trata de la mayor crisis de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial.

Ha sido necesario que las imágenes del horror entraran en nuestras casas para que se tomara conciencia de una realidad que no ha dejado de estar presente en la construcción de nuestro mundo: las guerras siempre han causado estragos y, lamentablemente, no hay perspectiva de que acaben a corto plazo.

Pero, hasta ahora, el problema era de otros, estaba en países lejanos. Sin embargo, en los últimos años el Mediterráneo se ha convertido en una tumba para miles de refugiados que intentan acercarse y compartir nuestra libertad.

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En nuestro país, en nuestra ciudad, como en la mayoría de países y en muchas ciudades europeas, se están produciendo movimientos de solidaridad, aunque también existen actitudes xenófobas que se oponen a la acogida de refugiados. Se trata de una solidaridad emocionante, pero también de un egoísmo indignante quizás alimentado por el miedo al otro, por la desconfianza y, también, por la mezquindad con la que los gobernantes y poderosos imponen sus criterios y su modelo de vida deshumanizado.

De este modo, no resulta infrecuente asistir a conversaciones sobre el asunto en las que alguno de los interlocutores manifiesta su opinión con la introducción “Yo no soy racista, pero…” seguida de argumentos y razones que de haberse impuesto a lo largo de nuestra reciente historia habrían impedido desvelar la vergüenza del Holocausto o la derrota de los fascismos para procurar un futuro de paz y prosperidad en las sociedades europeas.

Un egoísmo que es fruto de la simplificación, de la ausencia de perspectivas vitales o de sentimientos primarios de supervivencia que reclaman que lo primero, lo único, son los nuestros, lo nuestro.

No es extraño, tampoco, cuando los gobiernos que han desmantelado el estado del bienestar y que han condenado a millones de personas a la pobreza extrema han destinado la mayoría de sus fondos a convertir Europa en una fortaleza. O cuando se habla de cuotas, como si detrás de las cifras no hubiera vidas humanas, personas con nombre y apellidos –la mitad de los refugiados son menores de 18 años y de éstos la mayor parte de ellos, niños–. Y desde luego, cuando se extiende la sospecha de que entre ellos se colarán fanáticos religiosos y terroristas. Una estrategia que pretende confundir a la población para que acepte que la acogida de refugiados se trata de un gesto de caridad y no de garantizar uno de los derechos humanos, el del asilo.

Sin embargo, afortunadamente, una vez más la iniciativa civil está empujando a los gobiernos e instituciones para que pongan los medios necesarios para salvar vidas de una forma eficiente y humana. De esta manera, muchas ciudades están poniendo a disposición de los refugiados espacio y servicios y lo que es más importante: la voluntad ciudadana para asegurar pan, techo y dignidad para los que huyen de la guerra y del hambre, entendiendo que la interminable huida del ser humano nos ha convertido en lo que somos.

La generosidad y la solidaridad es lo que más grandes hace a los pueblos porque contribuyen a conformar la verdadera identidad de un país que permanecerá a lo largo del tiempo. Mucho más que las campañas de imagen como la fallida acerca de la «Marca España» debido a su impostura.

La gente, mucha gente, está dispuesta a ayudar con dinero, con comida, con ropa, ofreciendo alojamiento o de cualquier otra manera. El estado debe hacer lo que le corresponde, pero ¿Y tú, aparte de hablar y opinar, qué haces?

[Ver el artículo en Motril@Digital]

Autor: Cosasmías_Blog de josegll

Por aquí sigo, de momento.

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